Sin darnos cuenta crecemos con frases que refuerzan desigualdades: «ayuda a tu madre en la cocina», «las niñas son más ordenadas», «los niños son más inquietos». Desde la infancia el machismo se filtra en los detalles más pequeños, en cada gesto, en cada expectativa de cómo debemos comportarnos. Y así, sin cuestionarlo, muchas veces perpetuamos roles que nos limitan. No es ninguna exageración, es la realidad. No importa cuánto avancemos en derechos, los micromachismos siguen presentes y disfrazados de costumbre.
Cuando a una persona se le interrumpe más en reuniones por su género, cuando se espera que cuide sin preguntarle si quiere hacerlo, cuando su enfado es visto como histeria pero el de otro es liderazgo, estamos ante un problema.
«La sociedad tiene que dejar de romantizar la desigualdad y comenzar a cuestionar los roles de género»
Y si alguien se atreve a señalarlo, la respuesta casi siempre es la misma: «estás exagerando», «son tonterías», «así ha sido siempre». La responsabilidad de notar estas desigualdades recae sobre quienes las sufren, mientras el resto sigue su vida sin detenerse a reflexionar. Se sigue diciendo que «las mujeres conducen peor» aunque las estadísticas prueben lo contrario, se siguen normalizando chistes sobre la menstruación como si fueran un tabú, se sigue esperando que ciertas emociones sean exclusivas de ciertos géneros.
Nos han enseñado a minimizar estas situaciones, a creer que son normales, a ignorar la incomodidad que nos generan. Y así, seguimos cargando con una estructura que se sostiene en lo cotidiano, en lo pequeño, en lo invisible.
La solución no se encuentra en aguantar o en ignorar para que no afecte. La solución es que dejemos de aceptar estas diferencias como algo natural y, para eso, la sociedad tiene que dejar de romantizar la desigualdad y comenzar a cuestionar los roles de género.