No soy de los que suele llorar viendo una película. Las emociones son caprichosas, y creo que cada espectador las vive de manera diferente. Lo que conmueve profundamente a uno, puede pasar desapercibido para otro. Pero había algo en esta película. El pasado sábado, 25 de enero, pude ver como toda una sala de Teatro se emocionaba, cada uno a su manera, tras la proyección de la nominada a los Goya, Mariposas Negras. Cuando las luces se encendieron al final, sentí una especie de conexión colectiva con todo el público, como si todos hubiésemos sentido lo mismo, al mismo tiempo.
Es raro que una obra tenga el poder de conmover el ánimo de esa manera, menos aún tratándose de una película de animación, pero cuando sucede, te das cuenta de la fuerza que tienen esas historias. Unos se secaban las lágrimas con pañuelos, otros se abrazaban cómplices de sentirse privilegiados de haber nacido en el lado bonito de la historia, y otros, en cambio, permanecían inmóviles mirando a la pantalla apagada esperando el final idílico de los rodajes de Disney.
El largometraje habla del exilio climático desde la perspectiva de tres mujeres de diferentes partes del mundo: África, el Caribe y Asia. Las protagonistas Tanit, Valeria y Shaila, a pesar de ser de extremos opuestos del planeta, lo pierden todo por el efecto del calentamiento global y se ven forzadas a migrar. La obra, ademas, supone más de una década de investigación para el director tinerfeño David Baute, quien con su equipo siguió a las mujeres reales que inspiraron la historia durante más de ocho años.
No es una película que esté hecha para ser disfrutada, sino para remover conciencias. Es decir, no busca el entretenimiento fácil, sino provocar una reflexión profunda, una incomodidad necesaria para enfrentarnos a una realidad que a menudo evitamos mirar de frente. A través de su narrativa, nos recuerda el efecto real de la crisis ambiental y una de las principales causas de los movimientos migratorios en todo el mundo.
«Cada vez es más difícil sobrevivir en ciertas regiones debido a sequías, lluvias irregulares o fenómenos extremos»
El impacto visual y narrativo conduce al reto ético de cómo el norte global continúa cerrando sus puertas a quienes más lo necesitan. Las sociedades más desarrolladas son los responsables, en gran medida, del cambio climático. Sin embargo, las naciones más vulnerables, que aportan poco a la crisis ambiental, sufren las consecuencias y, a la vez, ven cómo sus posibilidades de encontrar refugio en los países más ricos son limitadas. Este fenómeno atañe particularmente a pescadores, agricultores o pastores, entre muchas otras profesiones, quienes ven cada vez más difícil sobrevivir en ciertas regiones debido a sequías, lluvias irregulares o fenómenos extremos.
Así, como muestra el largometraje, detrás de cada cifra de desplazados hay vidas complejas, emociones profundas y luchas invisibles. Abandonar nuestra tierra no significa encontrar un refugio, sino enfrentarse a un sistema que, en lugar de tendernos una mano, nos pone barreras para seguir. Al salir de la sala fui de los que se quedó inmóvil, sin expresar emociones. Entendí que esta no es una película que se olvide con facilidad. Entendí que mirar hacia otro lado ya no es una opción.