El rigor y la sensibilidad por lo humano son elementos imprescindibles en la obra de Gutiérrez. Foto: A. Dorta

«En Ucrania podía venir peña armada si fotografiabas el edificio equivocado»

Sociedad

Algunas de sus capturas han estado entre las páginas de The New York Times, El País o Le Monde. Pero antes de que el mundo conociera sus fotografías, pasaba hasta diecinueve horas trabajando frente a una pantalla. Un dolor de espalda hizo que cambiara el cursor por un obturador. Lo que empezó como un alivio físico, se convirtió en una mirada afilada, comprometida y desvergonzada, en el mejor de los sentidos. A través de los años, la cámara de Andrés Gutiérrez ha evolucionado de testigo casual a cronista urgente. Él, a su vez, en narrador imprescindible de lo real.

Natural de Venezuela, Gutiérrez trabaja como fotoperiodista para los periódicos canarios El Día y La Provincia. Además, colabora con la agencia turca de noticias Anadolu y es parte del grupo fotográfico The Stand Global, formado por el ganador del Premio Pulitzer Greg Marinovich. Sus instantáneas muestran el lado más crudo de la guerra ucraniana, el desastre al paso de la lava del volcán de La Palma o hasta la mirada más cercana a la crisis del COVID-19, siempre desde el punto de vista de sus protagonistas.

¿Cómo se inició en la fotografía? «Fui diseñador gráfico. Pasaba hasta diecinueve horas sentado por día. Por ello, tuve que acudir a una revisión médica debido a los dolores de espalda que me ocasionaban esas jornadas tan largas. El doctor me dijo que no podía seguir así. Por ende, pensé en otro oficio que pudiera hacer de pie y, además, no me alejara de mi pasión. Fue así como compré mi primera cámara y comencé fotografiando todo lo que veía a mi alrededor. Maripositas, iglesias, las ranas del Parque García Sanabria… Todo lo que me llamara la atención».

¿Qué le llevó a decantarse por el fotoperiodismo? «Di el clic al encontrarme con un indigente alemán, llamado Klaus, en la Plaza del Príncipe, en Santa Cruz. Me acerqué a él con mucho respeto y le pregunté por su situación. Después, le pedí retratarle. Aceptó y noté que había algo distinto entre sacar a alguien en esa condición y las ranitas del parque. Ahí me di cuenta de que podía pasar de hacer cosas solo estéticas a contar una historia. Seguí aprendiendo por mi cuenta durante dos años, pero desde entonces fijé mi propósito».

«Las fotografías tienen que hacerse, primero, con la mente»


¿Qué se necesita, además de una buena técnica, para ser competente como fotoperiodista? «Da igual lo caro que sea el equipo si mi cultura visual es mala. En cambio, si la tuya es interesante, no importará que lo hagas con el teléfono. Tus resultados van a ser mejores que los míos. Encima, los míos van a ser malos y más caros. Está claro que el cacharro facilita, pero no lo hace todo. Las fotos tienen que hacerse, primero, con la mente. El lenguaje detrás de lo que enfoca la lente debe estar dentro. Eso es lo necesario».

¿Cómo se traslada ese lenguaje a una captura de prensa? «Acumulando experiencia y contaminándote mucho de otras obras. No obstante, un fallo muy habitual es dejar elementos que no importan en el mensaje. El fotógrafo Elliot Erwitt decía que lo que no aparece en la imagen es tan importante como lo que sí es visible. Así que todo aquello que no aporta al mensaje, es mejor que no se vea. Tienes que imaginar el proceso como un problema matemático, donde despejas lo que no quieres quedarte hasta quedarte con el último valor».

El venezolano afirmó en su última clase magistral Fotoperiodismo diario que es un error pensar que la imagen informativa «debe ser aburrida». Foto: Andrés Gutiérrez

«Contar mentiras o medias verdades no se justifica con una línea editorial»


¿Pueden las imágenes de prensa distorsionar la percepción pública de la realidad? «Sin duda. Yo puedo cubrir un evento de 30 000 personas y sacar a quince, encuadrando de la manera conveniente para quitar lo que no quiero mostrar. Sobra decir que estoy en contra de este tipo de prácticas. Las considero patéticas. Contar mentiras o medias verdades tampoco puede justificarse con una línea editorial».

¿Se ha visto condicionada su producción por la tendencia ideológica de algún medio con el que haya colaborado? «Tengo la suerte de que nadie me ha llamado por teléfono para decirme: ‘Necesito que salga poca o mucha gente en la manifestación’. Desconozco si pasa lo contrario. Tendría que preguntar».

En la actualidad, cualquiera puede compartir una foto por redes sociales y competir con el material publicado por los medios. ¿Teme verse, por ello, reemplazado en un futuro? «No. Confío en que las empresas serias serán capaces de apreciar la diferencia entre algo profesional y lo que saca cualquiera mediante un móvil. Es mi responsabilidad que mi producto sea el mejor. Otra cosa es que se prefiera coger la foto mala porque sale gratis y la mía no. Esa ya no es mi batalla».

¿Qué evento que haya cubierto recordará por siempre? «No te podría decir uno, pero creo que Ucrania fue un punto de inflexión curioso en mi carrera. Fue la primera vez que estuve en un enfrentamiento armado. Aunque también estuve en Pakistán y en Irán, no se compara con aquello. Cuando se supo que la guerra empezó, estaba en un avión en dirección a La Palma para fotografiar la visita de los reyes de España. Al final, se suspendió. Entonces, intenté convencer a mi jefe de ir a Ucrania, pero el tema no cuajó».

¿Cómo llegó, pues, hasta el conflicto? «Ya que no pude convencerles, solicité unos días libres y cogí un vuelo a Polonia. Transité desde Cracovia al límite ucraniano en tren y, junto a un hombre que no conocía de nada, lo traspasamos hasta llegar a la ciudad de Leópolis. En aquel momento, muchas personas aprovechaban para dejar a su familia en la frontera y volvían otra vez con periodistas. Se daban con facilidad a la ayuda. Sentí que entendían muy bien nuestra labor».

¿Pudo obtener tomas del frente? «No, porque no hay modo de pasar para quienes trabajamos en comunicación. Hay quien ha estado muy cerca, pero nunca dentro. Aún así, intenté capturar todo lo que pude desde la retaguardia: evacuaciones, preparaciones militares, personas entre escombros recogiendo sus pertenencias después de un bombardeo…».

Quienes sobreviven a los bombardeos vuelven para recuperar lo que aún pueda salvarse, reconstruirse o recordarse. Foto: Andrés Gutiérrez

¿Qué dificultades halló mientras estuvo allí? «Todas las que te imagines en una zona con esa tensión. Kiev estaba militarizada al completo. Podías moverte con algo de libertad con acreditación, pero había que pararse a cada kilómetro porque te la pedían a cada rato. Por otro lado, había que saber muy bien qué podías fotografiar. Si retratabas el edificio equivocado, podía pasar que viniera peña armada a decirte que lo borraras. Se respiraba muchísima tensión».

¿Cómo se sintió al estar tan cerca, día a día, de contiendas bélicas? «Nada. Estaba centrado en producir. Pero cuando regresé, me dio un bajón tremendo. Estuve zumbado una semana, como si me hubieran pegado con un palo en la cabeza. Es como que el cuerpo te castiga al relajarte después de tanto estrés acumulado. De repente, cuesta una barbaridad levantarse de la cama».

¿Diría que merece la pena correr tanto riesgo por el oficio? «Es algo muy personal. Para mí, lo vale. No se trata de lo económico. Arriesgarse a perder la vida no vale ni por todos los millones de euros, así que es algo más profundo que el dinero. Tiene que ver con las ganas que tengas de hacer proyectos potentes y de tener experiencias. Eso es con lo que te quedas».

«Quizás la verdadera falta de ética sea ver la realidad y no querer mostrarla»


¿Tiene sentido, hoy en día, hablar de una ética del fotoperiodismo? «Cabría preguntarse, antes, qué abarca ese término. ¿A qué disparar y a qué no? Es complejo. Me han dicho que no es moral fotografiar a un migrante que acaba de bajarse de un cayuco, hecho polvo, después de nueve días. Qué tontería. Pienso que enseñarlo es más ético que no enseñarlo. Quizás la verdadera falta de ética sea verlo y no querer mostrarlo».

Sorprende oírle acordarse en sus conferencias de los nombres de muchas de las personas, en su mayoría anónimas, que ha fotografiado. ¿Diría que también forma parte de esa ética? «Por supuesto. Es importantísimo para mí que no se queden en el anonimato, sino que se sepa quiénes son, su vida y su propia visión de todo. También es cierto que ese ejercicio de memoria no es posible la mayoría de veces, pero siempre es necesario. Por ejemplo, si tengo que hacer una pieza de profundidad, donde tengo que entrar a casa de alguien, lo mínimo es acordarse de su nombre. De otra manera, no conectas».

¿Cree que su trabajo aporta una ayuda tangible para el resto de la sociedad? «Más o menos. Lo que ocurre en Gaza es un ejemplo de cómo, a veces, no sirve enseñar lo que pasa para cambiar las cosas. Sin embargo, a menor escala, puede ser útil. Recuerdo un reportaje que realizamos de una señora de María Jiménez que no tenía iluminación en su calle. A las dos semanas de publicarlo, la luz volvió al sitio. Tal vez no podamos cambiar el mundo, aunque sí servimos».

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