Imagina que un día por circunstancias ajenas a ti y decisiones que nunca estuvieron en tus manos te ves obligado a dejar tu tierra, tu vida, tus familiares y amigos para salir en busca de un mejor futuro. El lugar donde naciste ya no tiene para ofrecerte las condiciones mínimas necesarias para vivir. Esa es la realidad de miles de migrantes que día a día dejan su país en busca de nuevas oportunidades para comenzar de cero en un entorno completamente desconocido.
Salí de Venezuela hace más de 2600 días. Con el paso del tiempo comprendí que toda la vida que dejé allá ya no existe, mi silla no es la única vacía en la mesa, hay nuevos integrantes en la familia y otros que nunca volverán, mis amistades tampoco están y los espacios que frecuentaba se convirtieron en otro tipo de locales. Me asusta llegar allí y decepcionarme de lo que voy a encontrar, porque en mi memoria vive una Venezuela distinta a la que es ahora.
Como inmigrante conservo algunas tradiciones de mi país, como esperar hasta las 00.00 horas el 24 de diciembre para recibir los regalos de Navidad, celebrar el día de las madres el segundo domingo de mayo o el día del padre el tercer domingo de junio. También veo las series y películas en español latino y mantengo muchas expresiones. Intento guardar mi acento lo más que puedo, aunque es inevitable adquirir palabras de aquí, no es algo que me molesta, sino que es lo único que todavía conservo de allá y una vez que lo pierda probablemente no me quedará nada de lo que un día fui.
«Esos gestos y actitudes no se encuentran en cualquier lado. Es lo bonito de El Hierro»
En la entrada de la casa de mi abuela y abuelo había un cuadro colgado: una foto de Las Teresitas. Me alegra haber conocido su pueblo, San Andrés, sus bailes, sus canciones y vestimentas tradicionales, porque al igual que yo, siempre presumieron el sitio de donde venían. A pesar de haber llegado a Tenerife, la isla más parecida a Barquisimeto, mi ciudad natal, nunca sentí que pertenecía ahí.
Después de Pandemia la vida tenía un mejor plan para mí. Por alguna razón terminé en la isla más pequeña de Canarias, El Hierro, concretamente en Tamaduste. El pueblo que me dio la oportunidad de realmente disfrutar y apreciar el lugar en donde estaba. Tengo la playa a un minuto de mi casa, trabajo todos los veranos en la tienda familiar, la clientela que frecuenta el negocio forman parte de mi vecindario. Y lo más gratificante, llegar de estar fuera por los estudios y escuchar: «Que bueno verte», «me alegra que estés de vuelta», «bienvenida». Esos gestos y actitudes no se encuentran en cualquier lado. Es lo bonito de El Hierro.