El reloj marcaba las 14.15 cuando el avión inició su despegue. Era la primera vez que lo vivía y, bueno, una mezcla de emociones invadieron mi cuerpo. El suelo se veía cada vez más lejos y las nubes nos rodeaban. Una mano me sujetaba y los planes de los próximos siete días comenzaron a palparse cuando aterrizamos a las 17.00 horas. Sevilla nos envolvió por completo y nos dio la bienvenida como si fuéramos auténticos andaluces.
Una vez salimos del Aeropuerto, el calor tan abrasador nos sucumbió, pero la ilusión de conocer el corazón de uno de los lugares más bonitos de España permaneció junto a los 42 grados.
Me dirigí a un agente y le pregunté por la guagua que nos dejaría en el centro histórico de la Capital andaluza, pero me dijo que no se decía guagua, sino bus. Y yo le respondí: «Significa lo mismo». Ahí comprendí la flexibilidad mental de ciertas personas. No obstante, nos facilitó el encuentro del transporte.
«El despertador sonó a las 8.00, pero para ese momento ya estábamos sentados en una churrería del Barrio de Triana»
Llegamos al hotel, colocamos nuestras pertenencias y fuimos al primer destino del mapa: Puente de Isabel II. El sol reflejó sus últimos rayos del día sobre el río Guadalquivir. El paisaje nos meció hasta que la noche cayó. Fue un trailer de las tantas cosas bonitas que íbamos a recopilar durante el viaje.
Al día siguiente el despertador sonó a las 8.00, pero para ese momento ya estábamos sentados en una churrería del Barrio de Triana. Con la barriga llena y el corazón contento iniciamos el camino que nos llevaría a la Plaza de España. Para ello, llegamos a la Plaza Nueva, cogimos el tranvía y nos bajamos en San Bernardo.
La belleza y la historia de la Plaza me dejó atónita. Me quería quedar anclada en ese palacio diseñado por el arquitecto sevillano, Aníbal González. Me senté en el banco de azulejos dedicado a Canarias y por más que miraba la estampa que tenía frente a mí no me lo creía.
«Sevilla tiene un color y una historia tan especial que te atrapa»
Los días posteriores continuamos visitando los lugares más emblemáticos de Sevilla: el Barrio de Santa Cruz, la calle Tetuán con sus toldos para paliar el calor, las callejuelas de Triana, la Plaza de Toros o la Torre del Oro. Sin embargo, la guinda del pastel fue la visita a la Catedral y la subida a la Giralda con sus diecisiete escalones.
Para poder acceder a los dos últimos monumentos tuve que cubrirme, con un velo, los hombros. Pues quienes entran deben tener tapados los hombros, el vientre y las rodillas. Algo que me sorprendió bastante.
Sin ánimo de hastiar, otra de de las cosas que picó mi curiosidad, dado que lo veía en cada rincón, era el logotipo del Ayuntamiento de Sevilla: No&Do. En pocas palabras significa Sevilla no me ha dejado. Y, ahora, confirmo que su esencia se guardó en mi corazón porque Sevilla tiene un color y una historia tan especial que te atrapa. Desde sus calles, el estilo arquitectónico, la cerámica, los monumentos y su gente.