En el turbio y espeso manto de mi alma se posó un dulce pajarillo. Un ave diminuta pero hogareña que me invitaba a pecar.
Sobrevolando cada noche mi tejado, me anunciaba la llegada de la madrugada.
En su canto, una oscuridad tentadora se apreciaba. No sabía si era la muerte o el nacimiento de un ignoto verso de mi yema magullada.
El ave no era rapaz, sino doméstica. Y es que ya era costumbre su visita a la misma hora y minuto.
Cada luna llena, se perpetuaba más su canto en mi oído. Tanto que despertaba tarareando su melodía pegadiza.
Quizás todo era producto de mi imaginación o, quizás, una invitación a desplegar de nuevo mis alas.