Un corazón que merece ser escuchado

Cultura / Ocio

La luz comienza a filtrarse entre las polvorientas persianas de aluminio lacado del dormitorio. Es un día cálido, de vientos suaves, tiernos y delicados. Uno de esos soplos ligeros que transportan las hojas, el polen y las palabras con una dulzura arrebatadora. A las nueve y tres minutos de la mañana llegamos a la casa de María en el municipio tinerfeño de Arico. Su única petición es mantener el anonimato. Su historia merece ser contada.

María está soltera y tampoco tiene hijos, aunque siempre quiso tenerlos.  Apenas tarda unos pocos segundos en acudir a abrir la puerta de madera. Lo hace en bata. Desprende seguridad. Es una mujer dura, curtida, de metro sesenta y cinco, ojos sinceros y sonrisa ancha y espontánea. «Hola mi niña»,  saluda. Y nos invita a pasar. La casa huele a pescado… «Perdona por el olor, estoy haciendo varios calderos de sopa para mis niños». Y sonríe…

La casa es sencilla, como ella, y hay decenas de fotografías: jóvenes en blanco y negro y jóvenes a color. Retratos en los que presente y pasado se funden, se entrelazan, se estrechan. Es hermoso. Todo desprende calidez, todo reconforta, todo invita a entrar.

¿En qué consiste su ayuda a los vecinos de Arico? «Colaboro en lo que puedo: comida, medicamentos, ropa… Pero sobre todo con niños. Los servicios sociales en Arico se centran mucho en los mayores. Y yo me preocupo para que los niños solo tengan que preocuparse por ser niños. Soy la delegada en Arico de Cáritas y siempre ando de acá para allá buscando cosas, pidiendo cosas… Ayudar me ha llenado la vida».

Pero también hace un trabajo extraoficial «Sí. Muchas veces estamos saturados y no disponemos de recursos suficientes. Los Servicios Sociales funcionan mal: demasiados trámites y poca ayuda. No existen tampoco los primeros auxilios. Por lo menos aquí. ¿Qué hacen las familias que buscan ayuda? ¿Esperan un mes hasta que ellos comprueban que es verdad que necesitan esa ayuda? Se limitan a mandarlos a Cáritas. Y claro, muchas veces nos vemos desbordados. Y yo no puedo dormir sabiendo que un niño no ha comido nada en todo el día. Así que preparo mis calderos de comida y se los llevo. Les busco ropa, les compro medicamentos cuando están enfermos, les doy mantas…».

Mujeres maltratadas y maridos alcohólicos


María habla con firmeza y pasión.  Diez años de trabajo en Cáritas y una vida dedicada a los demás dejan muchas secuelas e historias. Como la de una joven de 29 años con cinco hijos a su cargo. Los cinco de padres distintos. Y los cinco padres, desaparecidos. Poco después revive otra experiencia similar: mujer soltera con tres hijos a su cargo, los tres hijos de padres distintos y los tres padres en paradero desconocido. Y otra. Y otra. Y otra. «Todas las chicas a las que ayudamos tienen perfiles muy similares: mujeres solteras y maltratadas, maridos alcohólicos y niños de padres distintos», dice mientras se le rasgan los ojos.

Un vaso de agua y recupera la compostura: «No tenía cama, ni colchón, ni almohada, ni luz, ni agua potable… Lo único que había en esa cueva cuando fui era una manta, una bombona, un bote de leche y una bolsita de gofio. Le contrató una familia de  Santa Cruz para que les vigilase la finca. Pero no se le permitía entrar en la casa. Le dejaban viviendo en la cueva, como a un perro. Bueno, peor. La cueva entera estaba llena de moho. ¡No tenía puerta! Se bañaba en un cubo y perdió todos los dientes. La crueldad del ser humano es infinita. Siempre lo veía toser. Pero nunca imaginé algo así. El mismo día que nos enteramos le trajimos al Centro de Día que habilitamos aquí, al lado del taller de Dailo. Tiene capacidad para cinco personas. El chico tenía un 75% de deficiencia. Se aprovecharon de él. Le maltrataron y le humillaron sin compasión. Era un niño estupendo. Tan bueno».

La historia de Marian…


María sorbe otro trago largo de agua y se recoloca la bata. ¿Ha sido esta la experiencia más dura de su vida como voluntaria? «No. La peor que yo recuerdo, la que todavía hoy me quita el sueño, es la historia de Marian. Una mañana al salir de la farmacia vi a una chica que me llamaba desde un coche. Y me acerqué. La verdad que no entendía todo lo que decía. Pero repetía ‘no tengo familia’, ‘no tengo casa’. Estaba muy sucia y me di cuenta de que su casa era su coche. Llevaba dos semanas viviendo allí dentro, aunque de eso me enteré más tarde. Lo que realmente me dejó helada fue ver que al bajar del vehículo todo el lado izquierdo de su cuerpo estaba paralizado. Me quedé fría, me costaba hasta respirar. No sé cómo había podido conducir hasta allí».

¿Y qué hizo? «Lo primero fue llevarla a comer y llamé a los Servicios Sociales. Pero no quisieron hacerse cargo. Tenían espacio para haberla acogido, pero no lo hicieron. La concejal de Servicios Sociales prometió que se la llevaría por esa noche. Pero tampoco cumplió. A la mañana siguiente me llamó una amiga y me dijo que había visto a la chica durmiendo dentro del coche. Y no me lo podía creer. Tenía una impotencia dentro. Fui a hablar con ella otra vez, pero se negó a ampararla. Al final la llevaron a la comisaría, le dieron una manta y la dejaron en el suelo, en un patio, para que durmiera. La trataron como a una apestada. Decidí ponerme en contacto con una señora de Alemania que tiene una casita en el Calvario que yo me encargo de mantener. La familia solo viene en verano y aceptaron que residiera en ella temporalmente. Tiene un gran corazón. Toda la familia es muy generosa…».

Unos segundos en pausa y María continúa: «A la mañana siguiente la trasladamos a la casita del Calvario y fui a visitarla todos los días durante seis meses. Después le salió un trabajo en Gran Canaria y se marchó para allá. Siempre me da las gracias y me envía algún regalito. Es una gran persona. Lástima que la trataran así. No lo merecía. Es una chica encantadora».

La conversación se prolonga durante bastante tiempo. ¡Y pasa volando! Y acaba…

¡Ojalá todas las casas del Mundo calentaran hoy sopa de pescado!

 

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