Un migrante muere cada 32 horas tratando de llegar a Canarias. Foto: PULL.

Cementerio atlántico

Opinión

Una patera fue localizada el martes, 27 de abril, a más de 250 millas del litoral herreño. La barcaza mecía los cuerpos sin vida de 24 personas junto a las únicas tres supervivientes de una travesía que llevarán siempre consigo. Huyendo de situaciones conflictivas o las consecuencias de la pandemia en sus países, el miedo y la desesperación muchas veces las empuja a exponerse a los peligros del mar en unos frágiles botes donde depositan sus ilusiones y esperanzas.

La ruta canaria es la más mortífera de Europa, habiéndose cobrado en lo que va de año al menos 88 vidas. Una cifra que no tiene en cuenta el gran número de cadáveres que no se recuperan del mar o los cayucos que, tras dejar atrás su origen, perecen en el mar tras naufragios de los que no se llega a saber nada. Cada 32 horas una persona que se dirige a Canarias muere, según cifras recabadas por Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), ambos organismos de las Naciones Unidas.

«Cada 32 horas una persona que se dirige a Canarias muere»

El primer naufragio documentado de un cayuco que se dirigía a las costas canarias fue en 1999. Nueve personas murieron ahogadas después de que la embarcación se hundiera a trescientos metros de la costa de Morro Jable, en Fuerteventura. Quienes sobrevivieron aseguraron haber pagado el equivalente a más de cuatrocientos euros, un precio que a lo largo de los años ha ido en aumento al igual que el negocio de sus cobradores. Una cantidad con la que equiparar la vida, como si eso fuera posible, que solo refleja la despiadada capacidad de estos traficantes de vidas para aprovecharse de estas situaciones.

Debe ser duro abandonarlo todo sin garantía alguna de que se te tienda la mano allá donde vas, si se alcanza a llegar. Pero aun así lo hacen porque no ven más opciones ante un problema del que su única culpa es querer vivir y no tratar de sobrevivir cada día al infierno de violencia y abusos del que son presos. Piezas de una crisis humanitaria sin precedentes con el Atlántico como cementerio y para la que no se auguran soluciones inmediatas.

 

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