Aunque la parte europea de la valla de Melilla no tiene concertina, el lado marroquí si. Foto: PULL

Aprender a ser tierra de acogida

Opinión

Para muchos subsaharianos, Marruecos es una especie de limbo en el que esperan, en terribles condiciones, la oportunidad de cruzar a Europa. Este verano, durante mi voluntariado en un campo de trabajo en Melilla, cruzamos la frontera hasta una pequeña ciudad del país africano, donde una de las trabajadoras de una ONG, con los ojos llenos de lágrimas de impotencia, nos contó la realidad que se vive allí desde hace años. En Nador, ciudad marroquí que comparte frontera con Melilla, hay aproximadamente unas 3000 personas de origen subsahariano.

Durante años trabajan en sus países de origen para reunir el dinero suficiente para pagar a mafias que se encargan de trasladarles de unos países a otros, desde el sur hasta el norte de África. Viajan durante meses sirviéndose de las diferentes rutas migratorias, atraviesan el desierto y llegan a Marruecos, habitualmente a través de túneles que pasan por debajo la frontera con Argelia.

Quienes buscan cruzar a nuestro país esperan su oportunidad en los campamentos del Monte Gurugú, un volcán extinto con una altitud de unos 890 metros muy próximo a la frontera con España. Allí se agrupan por nacionalidades y aguardan durante meses en busca del momento perfecto para cruzar la valla. La gran mayoría espera fechas señaladas en las que el control es menor, como navidad o fin de año, o a los saltos masivos, en los que tienen mayor oportunidad de llegar al otro lado. Aunque quizá lo estuvieran imaginando así, para nada se trata de la visión tipo boy scout de campamento que se tiene en el primer mundo. Allí las tiendas están hechas de lonas de plástico que les proporcionan algunas organizaciones de voluntarios. No hay agua, ni duchas, ni contenedores de basura y, por si fuera poco, las fuerzas auxiliares marroquíes se encargan de subir cada semana a quemar los campamentos y quitarles todas las pertenencias.

En el monte la mayoría son hombres. Las mujeres normalmente aguardan en Uchda, una ciudad situada en el noreste de Marruecos. A diferencia de ellos, la mayoría de mujeres no pagan a las mafias para llegar hasta allí, sino que son capturadas en sus países de origen y retenidas en la ciudad hasta que se les asigna un destino. En Nigeria, en concreto, captan a jóvenes en las aldeas que en numerosas ocasiones no llegan a la mayoría de edad y les prometen estudios o una vida mejor. Una vez captadas les quitan la documentación, abusan de ellas y las trasladan en camiones hasta Uchda, por su cercanía con la frontera con Argelia. Allí las mafias las distribuyen a diferentes países europeos como Alemania, Francia o España, donde son obligadas a ejercer la prostitución durante años para pagar la deuda por llevarlas hasta Europa. Si tienen la mala fortuna de quedarse embarazadas, a las que viven en mejores condiciones las obligan a tomar una píldora abortiva, mientras que a las que corren menos suerte se les inyecta lejía.

La visión europea


Mientras ocurre todo esto, Europa lidera el consumo de prostitución y no solo ignora todo lo que viven los subsaharianos para llegar hasta aquí, sino que siembra el odio hacia ellos. «Vienen a robarnos el trabajo», dicen algunos. No, no vienen a robarnos el trabajo. Vienen a intentar vivir en condiciones dignas después de haber visto como sus hermanas pequeñas tenían que prostituirse para que su madre comiera. O después de que se les haya cortado el acceso al estudio gratuito desde que finalizaron primaria. Algunos jóvenes incluso han perdido la vida por fracturas craneales hechas por las fuerzas auxiliares marroquíes, simplemente por intentar emigrar a otro país para poder estudiar.

Conociendo todo esto, no concibo cómo todavía hay gente que no comprende mi frustración al leer titulares sobre aquellos que quieren instalar concertina alrededor de la valla, o en el caso de Vox, levantar un muro. A todos ellos, me encantaría decirles que no importa cuanta concertina se instale, ni cuantas vallas: cuando a una persona lo único que le queda es su vida, no le importa arriesgarla.

Aun así seguimos creando barreras, alzando muros y cerrando fronteras, mientras ahí fuera hay personas muriendo: en la valla, en el mar y en las montañas. En lugar de odiar a quienes son diferentes, tenemos que aprender, por una vez, a ser tierra de acogida. Abrir de una vez nuestros ojos, nuestra mente y nuestros brazos, para que nadie que huya se sienta abandonado.

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