Hay escenas que se repiten con normalidad diariamente: menores con la mirada fija en una pantalla, pasando vídeos uno tras otro, sin levantar la vista y sin apenas decir una palabra, horas deslizando el dedo sobre una pantalla como si hubieran nacido sabiendo hacerlo. Desde la etapa de la niñez aprenden a hacer scroll antes de hablar, interactúan más con una app que con sus propia familia. Y, quizás lo más preocupante, es que padres y madres lo hacen con la convicción de que les están dando una ventaja: porque «lo van a necesitar», porque «así aprenden», porque «ya todo es digital».
La infancia es un territorio delicado, donde cada estímulo (positivo o no) deja huella, y cuando la tecnología irrumpe demasiado pronto, lo que parecía un recurso educativo puede convertirse en una barrera invisible que entorpece lo más esencial del desarrollo: la conexión real con el mundo, con los demás y con uno mismo. ¿Estamos realmente cuidando su infancia? ¿O estamos dejando que la tecnología ocupe un espacio que solo el juego, la interacción y la experiencia directa deberían llenar?
La preocupación por el impacto de las tecnologías ya no es solo un debate entre las familias. En diciembre de 2024, el Ministerio de Juventud e Infancia de España publicó un informe tras reunir a 50 especialistas en salud y pedagogía para analizar el fenómeno. El resultado: un extenso informe de medidas urgentes para frenar los efectos negativos del uso digital prematuro. Entre las más destacadas, se recomienda la ausencia total de pantallas antes de los tres años y un uso restringido hasta los seis.
El Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid alerta sobre las consecuencias del uso excesivo de pantallas las cuales producen alteraciones del sueño, incremento del sedentarismo, obesidad infantil, fatiga visual, dificultades de atención y memoria, e incluso impacto negativo sobre áreas clave del neurodesarrollo. Además, cabe destacar que se ha detectado una preocupante relación entre el tiempo frente a pantallas y la aparición de conductas de riesgo como el ciberacoso, el grooming o la adicción digital.
«La verdadera educación infantil nace de la experiencia directa con el mundo»
Sin embargo, no se trata de demonizar la tecnología, el mundo ya es digital, sino de aprender a utilizarla con criterio. El problema no es el acceso, sino el momento, la forma y el propósito. Las herramientas digitales bien utilizadas pueden estimular el pensamiento crítico, la creatividad o el aprendizaje colaborativo. Pero esto exige una supervisión y límites.
Para lograrlo, será imprescindible poner en marcha programas formativos destinados a padres, madres y docentes que les permitan conocer tanto los riesgos como los beneficios del uso digital. También urge que la educación pública recupere el espacio de lo analógico sin miedo a parecer anticuada.
La tecnología, por sí sola, no educa. Puede acompañar, complementar o ampliar, pero nunca reemplazar. La verdadera educación infantil nace de la experiencia directa con el mundo, con otras personas y con las familias que les guían. Si no lo entendemos así, corremos el riesgo de formar generaciones hiperconectadas pero desconectadas de lo esencial.