Pablo Derqui y María Ribera protagonizaron el drama en el Teatro Leal. Foto: PULL

La ira, el odio y la venganza danzan entre Pablo Derqui y María Ribera

Cultura / Ocio

La hojarasca carmesí del otoño se cuela en el Teatro Leal. Atraviesa los plafones agrietados y cae sobre una tarima de escalones grisáceos que emula un piso que antaño fue hogar. En él, erigido como una estatua, escucha Álex un mensaje cuya voz le anuncia que volverá por última vez al lugar que compartieron durante tantos años, al que ha decidido no volver jamás. Es Claudia, su mujer. Esta cúpula que encierra un dolor irrefrenable es La danza de la venganza, la obra de teatro que el Festival de Artes Escénicas Telón Tenerife estrenó por primera vez en Canarias ayer, sábado 19, junto a los actores Pablo Derqui y María Ribera.

«Has destrozado esta familia», clama Claudia. Todo posee un comienzo. Un atisbo de luz que el subconsciente guarda como preciado tesoro entre sus manos, que alimenta, con el paso del tiempo, el apetito de grandeza, crueldad, desidia, u odio. De ahí parte el texto del dramaturgo catalán Jordi Casanovas al desentrañar los vericuetos que han llevado al matrimonio a esta situación donde la bilis se escupe sin remordimientos. Aprovecha la incontinencia verbal de Álex, un editor de éxito, para colocar a un personaje engañoso que quiebra por momentos a Claudia, quien acusa las punzadas dialécticas con balbuceos intentando rechazar el espejismo.

El nexo de unión es Pablo, el hijo de la pareja, y Pere Riera, el director de la producción, aprovecha cómo afecta al niño la separación de sus padres para presentar desde un primer momento la evolución interna de Claudia dejando claro a qué se enfrenta el espectador: el maltrato psicológico. No hay anestesia, ni se pretende. El conflicto está expuesto y solo queda que ambas partes defiendan con ahínco su versión de los hechos. La tensión se acrecienta y unas risas contenidas florecen dispersas entre el público con el tono cínico de Derqui.

La verdad


Hirviendo, la duda es el acicate del sufrimiento, y Claudia rememora a Medea y pregunta una y otra vez las razones que han movido a quien decía amarla a convertirla en lo que es. El adulterio de Álex es solo una excusa para enfrentarse a los ojos de su agresor, pero la transformación del comportamiento de su hijo bajo la influencia de su padre déspota es el resorte que hace que actúe en defensa propia. En ese punto de inflexión es cuando la obra evoluciona y pone al límite a los actores, utilizan el espacio para alejarse y distraerse, acercarse y tocarse tímidamente, recelosos.

Hay energía entre ellos, se palpa y cae entre las butacas, el aire se contiene y cuando se enfrentan llega la duda del ataque físico, pero no cruzan la barrera, se quedan en el límite y el silencio abre capas de deseos ocultos, enterrados, que apenas se atreven a reconocer.

Un hambre voraz de verdad es lo que mueve a ambos, pero, ¿qué es verdad? ¿Cuáles son los recuerdos reales, o son vivencias falsas? La exactitud de las palabras es lo que define el lenguaje del guion. Así las convierte en una trampa mortal de las que Álex intenta huir para esconder su personalidad superflua a la cual Claudia quiere desnudar entre las sombras que durante años han alimentado a sus fantasmas y la han llevado al borde del suicidio.

La autoinculpa


En todo ciclo de maltrato el ataque funciona al estilo de una gota de agua que erosiona el granito. Mientras, la autoinculpa hace mella en la autoestima y el mundo comienza a nublarse. Eso es lo que le sucede a Claudia. A medida que transcurre la obra va tomando las riendas de la situación y logra posicionarse en contrapeso de las habladurías de su interlocutor. Una hora y media que salta entre los clímax y se apoya en los focos que van adecuando la visión con el tono grisáceo de la duda, blanco de lucidez y rojo de ira.

Ante los ojos de la oscuridad muda, se ponen pinceladas de lo que construye la aversión final como la ambición, el egoísmo, la depresión posparto y sus consecuencias, la locura y la tergiversación, la manipulación, la definición del género y su papel contemporáneo, y qué quedó de la juventud y qué fue real. Es una amalgama que crece sin control y a cuyos límites borrosos responde Pablo Derqui con ímpetu y a donde María Ribera llega para cuestionar.

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