El pianista norteamericano brilló junto a la Filarmónica de San Petersburgo en la 35ª edición del Festival Internacional de Música de Canarias. Foto: PULL

George Li y su viaje emocional a San Petersburgo

Cultura / Ocio/Música

En medio del bullicio del Adán Martín, un bobo aspirante a periodista se sienta en la butaca 16 de la fila 22 dispuesto a presenciar el penúltimo concierto en Tenerife del Festival Internacional de Música de Canarias. En el epicentro mismo del Auditorio, se afana en leer y releer el folletín del programa para eludir una preocupación que le acucia desde el mismo instante en que emprendió su documentación para encarar el concierto: su analfabetismo musical. Guarda, no obstante, un as en la manga: las palabras que el músico y divulgador Ricardo Dulcatenzeiner pronunció en la Sala de Prensa una hora antes del comienzo del evento. Gracias a él, conoce, entre otros datos enciclopédicos, gran parte de la trayectoria del piano solista. Sabe, o así lo anota en su cuaderno, que cuando el público se desvive en aplausos por el maestro que se postra ante el piano, vitorean, en realidad, a un chaval enclenque de 23 años.

Ante tal provocación, el plumilla dedica unos instantes a combatir la duda existencial que le asalta acerca de la inversión que ha hecho de su tiempo y su talento. La comparación (odiosa, como garantiza el cliché) se ve interrumpida, sin embargo, por el estruendo de las trompas; un momento después, le sigue el vértigo de las cuerdas y el piano asegura el broche de oro que convierte en esotérico silencio lo que antes era un inquieto guineo. Lo que acaba de comenzar es, por supuesto, mucho más que un simple estado atmosférico: es el Concierto para piano nº 1 de Tchaikowski, interpretado por el virtuoso pianista norteamericano con ascendencia china George Li. Para arroparle, la Orquesta Filarmónica de San Petersburgo lee las partituras bajo las batutas de Vassily Sinaisky, quien sustituye al conductor habitual, indispuesto por una enfermedad, Yuri Termirkanov.

Retrato estelar de un piano de cola


Aunque el redactor que ocupa la butaca 16 de la fila 22 tiene el paladar endormecido porque solo consume pequeñas cápsulas de música de cámara, de buen gusto recibe la visita de una hilera de vellos en punta que le impiden acabar las frases que torpemente apunta en su libreta. Así, la belleza hipnótica de los arcos de los violines agitando el aire y los espasmos de Li sobre el piano surten el mismo efecto que una sobredosis de umami. En ocasiones, los dedos martillean tan fuerte las teclas que se oye el golpe seco por encima de la armonía en una suerte de torbellino de notas que tan pronto como emprende el vuelo, se sume en una calma de inquietante delicadeza.

En algún punto de la larguísima introducción (dura más que las dos piezas restantes de la primera mitad del concierto juntas), la letra del reporterucho se vuelve cursiva. Escribe palabra sobre palabra por no apartar la vista del escenario y transfiere la carga dramática de la música hasta la punta de su lápiz. Ya no recuerda nada de lo que leyó en el programa, pero es consciente de que la emoción estética que inspira la locura espontánea de su texto se ve motivada por algo tan puro como inadulterable. Al parecer, no solo el periodista opina de ese modo, sino que también la audiencia responde con una ola de aplausos que obliga a Li a regresar una y otra vez hasta interpretar tres solos de piano que permanecerán ad aeternum en las retinas de los presentes.

Desde Rusia con amor


Tras el descanso, le llega el turno a una de las mejores creaciones del también ruso Rachmaninov. Si Tchaikowski se confirma como uno de los grandes de la música clásica de mediados del siglo XIX, la Sinfonía nº 2 confirma a Rachmaninov como un compositor imprescindible entre los románticos soviéticos. La Filarmónica, ya sin la compañía de Li, emprendió ahora un viaje poético en cuatro piezas que serpenteó por los paisajes primaverales de los allegro, el iceberg llameante del adagio y el romance oscuro, casi letárgico, que imperaba sobre ambos. Una afable oscuridad que se vio reforzada, además,  por la sobriedad del corno británico y la calidez técnica de la fuga.

Al final, a nuestro plumilla dejan de importale el resfriado de la señora de la izquierda, la lucha por su mitad del reposabrazos con el señor de la derecha, los siglos de toses que se suceden entre pieza y pieza, el ruido de su lápiz al hacer fricción contra la hoja e incluso su día de mierda (porque sí, los aspirantes a periodista también tienen de eso) puesto que está ante algo tan inmenso que emocionalmente le sobrepasa. Hacia el final del segundo acto, el redactor se sorprende a sí mismo dibujando en los márgenes de su bloc. No es aburrimiento: es el arte que llama a otra arte como ocurre ahora con esta crónica de cuento. Allí, en la butaca 16 de la fila 22, el plumilla no puede evitar cerrar los ojos para ver mejor el concierto. Entonces, ocurre. Una lágrima.

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