'La infancia de Iván' es la ópera prima del cineasta soviético Andréi Tarkovski. Foto: PULL.

Ayer fui al cine

Cultura / Ocio

Ayer fui al cine. Al llegar, un compañero de clase esperaba sentado a que otros compañeros de esa misma clase acudieran a la cita. Yo iba solo. En mi espalda, la mochila estaba llena. En parte, de papeles donde anotar las absurdas levitaciones que ahora transcribo torpemente. En parte, de vocaciones y esperanzas que se niegan a exiliarse de ese lugar común llamado utopía y que en vano trato de incendiar tan a menudo. Mientras hago cola para pagar mi entrada, me cruzo unas palabras con otro chaval de mi edad. Yo defiendo que el periodismo es lo que surge al revolver mi maleta: folios en blanco y buenas intenciones. Él, en cambio, cree que no. Fue fácil zanjar el dilema porque ya llegaba mi turno. Me apuré en revisar el programa del ciclo de Andréi Tarkovski propuesto por la Filmoteca Canaria para no equivocarme de cinta: “Una entrada para La infancia de Iván, por favor”.

Pero en realidad, como todas las buenas historias, esta empieza meses atrás, con un café de por medio. La cafetería, repleta de gente y la gente, vacía. Pero allí, en medio del patio de butacas, con la camarera marcando bien sus pasos de swing entre las mesas universitarias al puro estilo La La Land, el tiempo lleva un par de horas detenido. Si reprodujera ahora mismo la inverosímil conversación, quizás en lugar de inmortalizar el laberinto de ideas lo banalizara. Por eso solo confesaré que Alexis y yo discutimos. No del modo en que se resuelven las verdades categóricas que se gestan en el seno de Twitter, increpando al adversario en busca del meme más descalificante.

En su lugar, nuestra conversación se basó en sembrar a través de los ventanales de la Pirámide la semilla de la duda con la esperanza de que un día el árbol diera sus frutos. Ambos sabemos que eso no ocurrirá o que, al menos, no estaremos vivos para verlo. Pero nosotros nos contentamos con poco: basta con mimar y regar con nuevos interrogantes las viejas cuestiones que han acuciado siempre al ser humano. Allí, por primera vez, surgió el nombre de Tarkovski.

El homo sapiens sapiens


Tampoco tengo espacio para enumerar los múltiples argumentos con los que se podría dejar en entredicho este bellísimo eufemismo: homo sapiens. Solo tengo tiempo, en realidad, para una reflexión fugaz: sentir también es pensar. Tarkovski se puede resumir en esas cuatro tontas palabras o, mejor aún, en una sola: ser. Porque el director soviético recupera en cada uno de sus fotogramas el sentido amplio del verbo hasta convertirlo en poesía. Y mientras los cuatro gatos solitarios que nos pasamos la noche de San Valentín mirando a una pantalla, la mayoría postrados en su asiento batallando contra el sueño (tal y como interpreto por los sucesivos bostezos), el pequeño Iván nos enseña las diferencias entre ser y estar. Y es que to be en boca de Tarkovski deja de tener sentido como todo recurso expresivo que limite los matices literarios.

Al menos, de lo que sí estoy seguro es de que el cineasta ruso ha dejado mella en el tercio universitario que se congrega en corro al término de la proyección. Las opiniones son muchas y variadas y, en mi silencio, agradezco la intensa medida en la que se propaga esta reacción. Pienso en la filmografía de Tarkovski, apenas siete haikus que supieron ver la belleza en la sencillez. Luego voy un paso más allá y dejo revolotear en mi memoria su mayor provocación: recuperar el cine como un arte para hacer pensar. Rechazo la invitación de mis colegas y, ensimismado, me doy la vuelta y me marcho con una sonrisa tímida. Y, cuando en lo alto de las escaleras mecánicas echo la vista atrás, alguien me grita desde un árbol en la acera de en frente:

 — En cuanto cedes en algo que no crees, luego sucumbes y te conviertes en un conformista. Se puede —continúa Tarkovski entre las ramas—, es posible esculpir el tiempo en un poema.

Yo, que estoy convencido de que es así, me apresuro a anotar la cita célebre del maestro. Pero en realidad, como todas las historias de gaveta, de esas que el escritor guarda en su mesilla en barbecho en busca de una idea algo menos manida, esta termina conmigo al volante de un coche bajo un cielo de tierra sin estrellas. En el silencio de una radio rota, aprovecho el tiempo para pensar sobre el tiempo, sobre la ausencia y las virtudes del alma, sobre la condescendencia y la connivencia, sobre los dos escritores y aspirantes a periodista con los que, por fortuna, comparto generación… Tarkovski, por raro que parezca, no es más que eso. Un cine hecho para la reflexión. Que, con los tiempos que corren, no es poco pedir.

La película


La infancia de Iván (1962) es la historia de un niño sin infancia, la ópera prima del soviético Andréi Tarkovski. Con una espléndida fotografía en blanco y negro y 90 minutos de duración, la cinta se caracteriza por la crudeza de su relato, enternecido con un puñado de símbolos de una estética tan cuidada como significativa. Iván es reclutado por el ejército soviético durante los últimos meses de la II Guerra Mundial y, en lugar de aceptar la oferta educativa que se le propone, está convencido de que jugará un rol decisivo para derrotar al flanco alemán. Aunque primerizo, Tarkovski comienza a explorar en este largometraje el lenguaje figurativo, onírico y, en ocasiones, surrealista que lo caracteriza y que más tarde desarrollará en sus cintas Andrei Rublev, El espejo, Stalker y Nostalgia. Todas ellas serán proyectadas en Multicines Tenerife de la mano de la Filmoteca Canaria. Así que ayer fui al cine. Quizás mañana vuelva.

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